Desde los comienzos de la historia en el Lacio y Etruria,
la civilización urbana surge del molde del mundo
oriental, y las armas, los aderezos o los vasos que encierran
sus tumbas son objetos de importación o copian (traducen)
modelos importados. De ello es muestra, y muy prometedora,
la aparición de la escritura en el siglo VII a. de C.
Cuando Roma se encumbra y extiende sus conquistas, el
arte y la literatura clásicas se atienen al mismo principio: el
griego no es sólo la lengua de la mano de obra servil y del
mundo de los negocios, sino que es también la lengua que
estudian en primer lugar, antes del latín, los hijos de la
aristocracia.
A partir de finales del siglo i de nuestra era, el griego
retrocede, y en el siglo IV desaparece en Occidente; y si
hasta Carlomagno, y aún más tarde, Roma sigue recibiendo
de Oriente, lo hace en medida siempre decreciente. ¿Habría
que achacarlo a la interrupción de la importación de esclavos
orientales, a la orientación del comercio hacia centros
más florecientes, como Constantinopla; a la evolución de
Occidente hacia una economía cerrada en sí? En todo caso,
la división política y administrativa es, a la vez, causa y
efecto.
Durante el mejor período clásico, los espíritus más helenizados
muestran un desvelo altivo por el latine loqui, y
el verdadero humanismo libera la cultura romana. A medida
que el griego retrocede, sobre todo en ambientes cristianos,
se multiplican las traducciones literales, a veces serviles;
se cae en la cuenta de la distancia que se está
creando, y se tiene prisa por acumular el patrimonio del
que habrá de vivir la Edad Media. Nadie era ya capaz,
como Terencio o Cicerón, de transponer, adaptar y asimilar
en profundidad, y era, asimismo, pasado el tiempo en
que rétores y filósofos se agolpaban en la corte de Roma
para hacer ostentación de prestigio y de panegíricos.
A fines del siglo IV existía aún en torno al Senado, en
el círculo neoplatónico de Macrobio, una reducida élite
capaz de comentar Virgilio y el Sueño de Escipión con la
ayuda de la literatura platónica griega, como ha demostrado
P. Courcelle. En la Iglesia, la situación es diversa;
hay intercambios personales; Atanasio en Roma, Tréveris
y Aquileya; Hilario en Asia Menor; por otra parte, no faltan
un Ambrosio o un Mario Victorino, o centros de cultura
en Roma y Milán, capaces de sacar partido con mano
maestra de las letras griegas.
Para tratar de las traducciones y adaptaciones realizadas
en el siglo IV es preciso remontarse a los orígenes de la
literatura latina cristiana. Fuera de la tradición religiosa
cristiana no conocemos ambiente alguno que haya concedido
tan grande importancia a la transmisión escrupulosa y
fiel, superando las barreras lingüísticas, de un libro sagrado;
y es un fenómeno del que son protagonistas grupos
de cultura modesta, incapaces de procurarse acceso directo
a textos canónicos procedentes de un ambiente tan alejado
en el tiempo y en el espacio, pero deseosos de comunicar
su contenido al mundo occidental.
Gribomont - Traducciones - Jeronimo y Rufino