Vassilis Vitsaxis
Pensamientos sobre traducción de poesía
Aparte de las dificultades de orden puramente gramatical debidas a las particularidades y la estructura propias de cada lengua, la traducción de un texto de una lengua a otra ha dado lugar al surgimiento de preguntas de orden filosófico-estético, que han sido objeto de discusiones, de controversias y de especulaciones entre los pensadores a través de los tiempos.
Ya, durante el período de la dominación romana, cuando el trasplante de la herencia espiritual y cultural griega hacía necesario el procedimiento de la traducción, los pensadores tuvieron que hacer frente a los problemas creados sobre la marcha por lo que podríamos llamar el “clima” especial, histórico y psicológico, de cada lengua que, como bien sabemos, difiere stricto sensu de sus posibilidades conceptuales o significativas.
La controversia que dividía a los filósofos, con o sin reserva, en enemigos y en defensores de la traducción, existe a propósito de toda suerte de textos, pero ha sido particularmente aguda alrededor de textos sagrados en diversas religiones. La poesía ocupa en este campo un lugar de dominio no sólo porque en el curso de la historia de la humanidad ha estado ligada íntimamente con el “Verbo sagrado”, sino porque también utiliza con frecuencia la “palabra” fuera de su contorno significativo, como instrumento artístico, de una manera muy diferente comparada con la de la prosa.
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Sin lugar a dudas, a menos que un poema sea traducido, su mensaje (utilizo aquí la palabra “mensaje” en su acepción más amplia, que se extiende mucho más allá de la comunicación intelectual) estará necesariamente restringido al pequeño perímetro de la lengua en la cual ha sido inicialmente escrito. Es de notarse que no he utilizado la expresión “inicialmente concebido”. Lo que sigue esclarecerá, espero, este punto.
Yo sostengo que toda forma de Arte tiene sus propias limitaciones para la llamada audiencia o para el público del cual dispone.
Una cierta clase de música, por ejemplo, no alcanza a llevar su mensaje —lo que quiere decir—, a crear una experiencia estética, más allá de las fronteras del “lenguaje” musical mediante el cual una sensibilidad ha sido cultivada en cierta parte del mundo. Pensemos en la música china y en su eficacia estética para nuestros oídos occidentales no acostumbrados a sus gamas y a sus formas tradicionales. Las mismas observaciones son válidas para otras formas de Arte: la danza, la arquitectura y demás. Agreguemos que, en estos casos, la “traducción” no es posible y la barrera resulta más difícil de franquear.
Desde luego, para esas formas de Arte existen otros medios aptos para ampliar su audiencia o su público, por ejemplo, la educación o el entrenamiento de los ojos o del oído, la familiarización con los sonidos de otro medio musical y con la forma de una concepción diferente de la armonía de las líneas, de las masas, y en general, la adaptación del gusto.
Con todo, admitiremos fácilmente que esas vías, que conducen a objetivos más o menos difíciles de entender, exigen esfuerzos y tiempo considerables.
Por el contrario, la poesía —tiene esta ventaja— puede ser traducida. Pero, ¿esta posibilidad existe verdaderamente?
La respuesta afirmativa a esta cuestión que en primer lugar se refiere a la traducción literal de textos poéticos de una lengua a otra, y contra la cual ya han sido formuladas varias objeciones basadas en argumentos de orden glosológico, histórico y psicológico, se vuelve aun más difícil y controvertible si tocamos el problema central de la carga emotiva o estética del texto poético.
En ese contexto se ha formulado la tesis de que cualquier traducción, aun la mejor posible, es incapaz de aprehender y comunicar la belleza —o la verdad, como Platón hubiera llamado el original.
Pero, ¿cuál original? ¿Hay alguna cosa que podamos calificar de “poema original”? Todo poeta confesará sin dificultad, que eso que los otros llaman “su poema” tan sólo es el pálido reflejo de una emoción o de un estado de ánimo que ha sentido o en el cual se ha encontrado, en ciertos momentos que se califican —de manera inexacta pero por razones históricas bien conocidas— como “momentos de inspiración”.
Ese estado de ánimo, producido por un acontecimiento, por la contemplación de un paisaje o la vista de una escena cualquiera, esa vibración que se siente en lo profundo insondable del alma humana, busca expresarse mediante las palabras. Para alcanzar tal propósito, estas últimas, deben con frecuencia ir más allá del contenido o la significación literal que les asigna la convención social de la lengua. Este convenio tácito ha creado una correspondencia rígida y más o menos uniforme, para quienes se expresan en la misma lengua, entre el símbolo que constituye el sonido abstracto de la palabra, y la realidad concreta de la cosa, de la acción o de la idea que éste significa. Lo que constituye el “significado literal” de cada palabra. Mantengamos presente esta definición pues nos servirá más adelante.
La experiencia estética, vista del lado del artista creador o de aquél que la siente en presencia de lo que llamamos la obra de arte, ha sido considerada desde los tiempos más lejanos como semejante, quizá idéntica, a la experiencia mística. Plotino lo dijo expresamente mientras que Hegel la califica como “presencia tangible de lo absoluto”.
El antiguo pueblo indio ha mantenido siempre esta creencia, a la cual el texto sagrado de la Taityria Upanishad ha dado expresión identificando totalmente y sin reserva la experiencia poética con la experiencia mística del Brahma y admitiendo que el arte en su conjunto se confunde con lo Absoluto.
El poema —a decir verdad toda obra de arte—, según los filósofos Colingwood y Benedetto Croce, es una sensación interior, un acontecimiento de orden íntimo en el espíritu del artista.
Así el poema traduce en primer lugar, esta sensación, este acontecimiento de naturaleza diferente, a palabras, esforzándose no sólo en describirlo, sino en recrearlo también por otros medios.
Para comprender mejor mi tesis se puede recurrir a una “analogía” con lo que ocurre a lo largo de la incisión de un disco de música.
El micrófono, colocado frente a la fuente del sonido, recibe las vibraciones, que son la música misma, y las transforma en modulaciones de la corriente eléctrica. Esto último es encaminado hacia el aparato de incisión que lo transforma a su vez en movimientos de su instrumento cortante.
Estos movimientos son “inscritos” por este instrumento en los surcos del molde del disco, etc. En el momento de la reproducción, las inscripciones contenidas en el disco se transforman, por un proceso contrario, en movimientos de la aguja y de esa manera en modulaciones eléctricas, etc., hasta el final de la cadena que es el altoparlante, que imita el sonido original. Nos encontramos pues, aquí, en presencia de un procedimiento análogo de transposición de un acontecer “de cierta naturaleza” (vibraciones, impulsos eléctricos, incisión, etc.) a otro de naturaleza muy distinta. El mismo procedimiento se nota en el momento de la reproducción del sonido.
Así —traigo este ejemplo de un texto adaptado para Francia por Yves Peres—, cuando el poeta suspira: “Dónde están las nieves de antaño”, no se pregunta verdaderamente por aquello en lo que se convirtieron las nieves. Es muy probable que ni siquiera piense en ellas. Podemos suponer —pero sólo el poeta mismo puede decírnoslo— que se esfuerza mediante estos versos por expresar una vaga nostalgia o una frustración e incluso otro estado de ánimo similar que nada tiene que ver con las nieves.
En consecuencia, el texto del poema constituye una primera traducción del verbo silencioso de las emociones (del poeta) al lenguaje explícito de las palabras.
Por razones de brevedad, evitaré abordar aquí la noción de “palabra” en tanto que unidad estética, que ha hecho, y hace todavía, correr ríos de tinta para no tocar más que un aspecto de ese procedimiento de traducción o de transposiciones consecutivas que es la esencia profunda y verdadera del fenómeno estético.
Varios filósofos han formulado la tesis —a justo título— de que quien goza de la obra de arte —en nuestro caso el lector, o aquél que escucha un poema— crea de nuevo, por su propia cuenta, una experiencia, un acontecimiento interior, constituyendo una aproximación al original experimentado por el poeta, artista, creador. Para lograrlo, no solamente debe transformar las palabras del texto en emociones, debe, además, traducirlas a su propia lengua emotiva.
Baste con subrayar, a propósito, que así como cada palabra tiene una significación “literal” o “gramatical”, la misma para todos aquellos que hablan la misma lengua, como venimos de señalarlo, tiene también una significación, una “carga” emotiva propia de cada persona y depende de diversos factores.
Tomemos la palabra “sol”, por ejemplo. En virtud de su significación literal, denota el astro gigante del día. Es evidente, sin embargo, que para un hombre nórdico la carga emotiva es diferente de la de un habitante de los trópicos. En el primer caso la palabra “sol” tiene consonancias agradables mientras que en el segundo caso produce un efecto contrario. Las mismas observaciones pueden hacerse para la palabra “agua” según se trate de un marino o de un beréber del desierto y así sucesivamente.
No puedo resistir la tentación de contarles aquí una experiencia personal que ilustra de manera evidente lo que acabo de afirmar.
En el curso de mi estadía en Argentina, un colega poeta me propuso traducir al español ciertos poemas míos. Entre ellos había uno muy corto que me permito citarles.
Bajo el título “Venganza” yo escribía:
La noche
El viento del norte
ha lastimado brutalmente
al almendro en flor.
Y éste
que nunca había aprendido
palabras amargas
agachó la cabeza
y murió.
Mi amigo no alcanzaba a comprender por qué el viento del norte había causado la muerte de ese almendro “tímido”. Ustedes comprenderán su dificultad solamente si se dan cuenta de que el viento del norte, en un país como Argentina que se encuentra en el hemisferio sur, no es un viento “malvado”, es al contrario un viento más o menos tibio y por añadidura el almendro es de género femenino en mi propia lengua. Sería necesario hablar entonces en la traducción dirigida a los argentinos, del viento del sur —que allá es frío y malvado— y si fuera posible cambiar el almendro masculino por un árbol femenino, o por lo menos delicado y tímido, en lengua española.
El gusto —en cuanto término técnico— denota un goce estético que difiere de la comprensión que debe ser —y lo es— más o menos uniforme. Por el contrario, el gusto no es uniforme, y no puede serlo porque, de acuerdo al filósofo alemán Leibnitz, es “una percepción vaga y nebulosa” diferente en cada individuo.
Si se acepta la teoría que me he esforzado en defender aquí, de que lo calificado como “poema original” no existe en realidad y no es el original verdadero sino ya una primera traducción, podemos avanzar con facilidad y no preguntarnos si la traducción de la poesía es posible, sino si es aceptable. Se acepta generalmente que el Arte —la poesía en este caso— es un proceso de transfusión de una experiencia estética del poeta —sujeto del Arte llamado activo— al lector —sujeto del Arte llamado pasivo.
El traductor, como lo haría exactamente un actor o un violinista, se pone en medio del creador original y el receptor-creador secundario. Su papel es el de comunicar a través de la lengua, al último, lo menos cambiado posible, el momento estético del primer creador. No sólo traduce la palabra, transplanta, transfusiona sobre todo una instigación estética de un “clima” a otro. Actuando de suerte que él mismo se vuelve un verdadero creador de Arte, con pleno derecho al título de artista, con sólo haber servido de puente.
El traductor debe descifrar las palabras-símbolos utilizadas por el poeta, compartir su experiencia mística y después buscar y encontrar las palabras-símbolos propias para recrear en el receptor el mensaje que resplandecerá en experiencia estética. En consecuencia, está limitado en una parte de su tarea, la de la imitación, pero es libre, como todo artista, para ser original en la elección de los medios con los cuales cree poder alcanzar su finalidad.
Espero que lo precedente explique por qué he dicho que la tarea del traductor es comunicar al receptor, a través de su lengua el momento estético. No “en su lengua” sino por intermedio de su lengua. Esto significa, aun más, que no basta que el traductor conozca perfectamente las dos lenguas. Es indispensable que posea experiencias interiores en las dos lenguas. Lo cual quiere decir que las palabras de esas dos lenguas deben tener para él una carga emotiva.
No es necesario, como podría suponerse, que esa carga emotiva sea la misma desde el creador hasta el receptor final. Tampoco que eso sea totalmente imposible. El mundo interior de cada ser humano es como sus huellas digitales; ¡único! Pero dejando de lado estas consideraciones, es decir, igual si se considera el hecho de que el procedimiento interior —sendero que el mensaje debe seguir— es diferente en cada individuo, el resultado final —si, por supuesto, nos encontramos en presencia de Arte verdadero— será, en consecuencia, comunicación con la fuente.
Esta constatación es válida en el caso que el receptor comprenda la lengua en la cual el poema ha sido escrito tanto como en el caso de aquél que utiliza por necesidad la traducción. Sin comunicación, mejor dicho, sin comunión, estaríamos frente a un monólogo, pero he aquí que el monólogo no pertenece al dominio del Arte.
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La lengua extranjera se erige como barrera infranqueable impidiéndonos penetrar al mundo interior al cual nos invita nuestro hermano-poeta que utiliza otros sonidos abstractos, otros símbolos significativos, distintos a los que nos son familiares. El traductor nos dará la llave de la puerta de ese interior. Solamente la llave. Él debe abstenerse cuidadosamente de guiarnos en ese interior. No debe explicar. Debe quedarse neutro en el umbral. Ésta es quizá la parte más difícil y más peligrosa de su tarea. Porque debe crear un sueño que no es el suyo, con sus propios medios, y no —como por desgracia ocurre a menudo— su propio sueño con los medios de otro.
Para llegar allí debe conocer y poder colocarse en el entorno psicológico y social, es decir, en el “clima” histórico, cultural, social y religioso del poeta. De lo cual se colige que debe saber más y poder más que este último que debe moverse sólo en un “clima” que le es propio y familiar.
El traductor debe, en primer lugar, intentar comunicarse estéticamente con el creador original, el poeta, y enseguida debe colocarse mental y psicológicamente en el “clima” histórico, cultural, social y religioso del receptor y repetir en este último clima el mensaje que debe transponer. Así, el traductor es un actor. Sólo que su papel queda eclipsado. En realidad el éxito de su esfuerzo se mide por el grado de su eclipsamiento.
Es evidente que la necesidad de la traducción proviene del hecho de que a causa de la barrera de la lengua, un poema determinado no puede ser universalmente apreciado. Con todo, queremos tratar de demostrar aquí, que esta barrera de la lengua —en el caso de la poesía— existe no sólo entre personas que hablan lenguas diferentes sino por igual entre personas que hablan la misma lengua. En este último caso la barrera es subjetiva, mientras que en el primero es tanto subjetiva como objetiva.
Es obvio que las posibilidades se multiplican conforme y a medida que se multiplican las barreras. Pero “dificultad” no significa “imposibilidad”. La equivalencia del ritmo, de la musicalidad de las palabras, de la rima, etc., depende de la habilidad del traductor y de ese hecho puede adolecer en el curso de la traducción. Pero la “poesía” —si existe poesía— puede sobrevivir y sobrevivirá al procedimiento de una o varias traducciones, porque la traducción, tal como he querido demostrarlo, es parte integrante de la esencia misma de la creación poética.
Hablando de ritmo y de rima, sería quizá útil tocar de pasada la cuestión de si el traductor está obligado a conservarlas o imitarlas.
Mi respuesta a esta inquietud —válida para toda creación artística— es un no enfático.
Siendo un verdadero artista, el traductor no puede y no debe estar limitado por nada en su creación, excepción hecha de las restricciones que derivan de su responsabilidad frente al oficio.
Responsabilidad y libertad son dos preocupaciones mayores que están en eterno conflicto en el espíritu del traductor. Llegar a equilibrarlas constituye un gran éxito. A decir verdad se trata aquí de dos responsabilidades en combate perpetuo: su responsabilidad de cara al autor y aquella de cara al lector a quien no debe engañar. El árbitro de ese combate será su libertad. Con ella sopesará la importancia y el papel que juegan en el texto original los diversos elementos estilísticos —entre otros, el ritmo y la rima. En numerosos casos, están íntimamente ligados a la “magia” de cierta poesía. Entonces, es evidente que no pueden ser ignorados sin que una pérdida grave resulte. Sin embargo, ninguna regla absoluta puede ser adelantada en la materia. La sola máxima que se puede afirmar con certeza es que: la libertad no puede obedecer a reglas rígidas.
Es claro que la traducción de un poema no es un trabajo mecánico. Una computadora jamás podrá lograr una traducción poética.
Se precisa de un poeta para traducir un poema.
La misma consideración se aplica —aunque en mínimo grado— al receptor, que, como hemos tratado de demostrarlo, actúa en su momento como su propio traductor en su lengua interior y emotiva.
Para gozar un poema se precisa de un poeta. Si no se tiene poesía dentro de sí, no se podrá encontrar mucha en otra parte. Por supuesto, existen malas traducciones; pero existen malos poemas también, lo cual no ha sido considerado jamás como una razón válida para no escribir poesía.
Texto en Greek Letters. The Hellenic Society of Translators of Literature. Atenas, Grecia, 1990.
Vertido del francés por Elías Mejía. Publicada en el Magazine Literario del diario colombiano El Espectador, el 4 de julio de 1993.